Llevo viviendo siete años en Castroviejo en el desconocido Valle del Yalde (La Rioja), cuando por la mañana me asomo a la ventana y en cada estación veo los montes que me rodean con un color diferente, verdes explosivos en primavera, verdes calmados en verano, ocres y rojos en otoño y blancos puros en el frío pero a la vez acogedor invierno, siento que realmente soy afortunado de vivir al lado de la todavía naturaleza en su estado puro, al lado de los corzos, los jabalíes,las aves que proclaman con sus cantos y gorjeos su derecho a continuar habitando lugares como este, donde el hombre interactúa con el medio natural de forma leal, sacando lo que puede pero respetando lo que le niega.
Cuando salgo por la puerta mis sentidos aprecian ya cotidianos los sonidos sí sonidos y no ruidos típicos del quehacer de la Sierra, los olores a lavanda, romero, tomillo, pimientos o chuletillas asadas al sarmiento de la vid o el humo de leña que asoma por las chimeneas.
Y a la noche cuando la jornada llega a su fin todavía me impresionan las noches limpias con millones de estrellas sobre mi cabeza, algunas de ellas escapando fugazmente hacia la nada, la llamada del búho y el sonido del viento sobre las hayas mezclado con el discurrir del río hacia otra civilización menos afortunada.
A mi ya me parece todo esto normal, pero ahora que os lo estoy contando creo que es un milagro.